Navegamos para cruzar fronteras

martes, 7 de febrero de 2012

Cenizas en Uruguay, apreciación de Alejandro Monteverde.


Cenizas
Una obra de teatro, creación de Hildy Quintanilla y Ciela Asad, un mensaje desde el corazón de la mujer. Quisimos ir en patota desde el trabajo. Fui con mi hija, y con una compañera del trabajo con su hijita. Los demás no pudieron concurrir.

- Difícil- le dije a Gaby, mi hija de veintiún años, una vez terminado el espectáculo.
- Yo también, al principio de la obra, traté de entender. No encontré un hilo conductor. Me dejé llevar por la emoción, y desde la mitad para adelante, sentía un nudo en la garganta. La disfruté. ¡Maravilloso! Papá, yo vi también que tú te emocionaste en algunos momentos.- me comentó.

La actriz, una mujer peruana de rasgos indígenas, de cabello largo y frondoso, apareció desde la platea, con un palazo y una remera, nada elegante, como una persona más del público, como uno de nosotros que pasaba a expresarse ahí delante de todos.

El escenario estaba en medio de las sillas para el público dispuestas en un amplio círculo. Un par de dobles focos de pie, y una mesita con el instrumento para que el sonidista pudiese realizar su labor. En el fondo una cortina breve de nylon translúcido.

Ella se dirigió detrás de la cortina que actuaba como biombo, y observamos como se desnudaba y vestía su disfraz para la actuación: Una simple túnica gris blanquecina atada a la espalda con cintas, y un morral rústico.

¿Dónde están las flores? ¿Dónde, los que cortaron las flores?, se oyó desde atrás de la cortina. Era la presentación del tema.

…Y apareció en la escena. Mujer. De mediana edad. Con los pómulos marcados y el largo cabello negro, muy negro y largo. Con esa simple túnica que escondía sus curvas y acentuaban su aspecto indígena. Mujer, pero no la mujer sexy, la mujer objeto, sino la mujer sujeto, la mujer en su esencia de mujer.

La observamos inclinarse sobre un montoncito de cenizas en el piso, hundir sus manos en las cenizas, cenizas de antepasados, cenizas de la historia, cenizas que guardaban los recuerdos desde los principios, y con solemnidad, con movimientos parsimoniosos, armoniosos de sus manos, casi en ceremonia sagrada, dispersó las cenizas en el suelo dándole forma que imaginé forma de humano, y las cenizas se dispersaban en el aire dibujando nubes frente a los focos, y lo llenaban todo, impregnaban su cuerpo, su rostro, su cabello y llegaban a nosotros que también nos sentimos dentro de la ceremonia, impregnados de recuerdos primitivos, recuerdos de la mujer primitiva, actual, de siempre.

Y en un esfuerzo mayor, esa mujer que se expresaba, que actuaba, sufrió y nos hizo sufrir el camino de la vida, de la historia, y fue maestra, y fue la niña que a los trece llega a la capital a ser servidumbre, y fue la novia de aquel que decidió tomar la lucha por los derechos de todos, y fue indígena en el choque de las culturas, y fue junto a otros desaparecida, madre de desaparecidos, abuela de desaparecidos, embarazada torturada, y a veces cómplice del sistema perverso.

Y el morral ceñía su cintura, funcionaba a modo de vincha, de velo en la cabeza, de capucha en el privado de libertad, de máscara, y la mujer era abuela, era adulto, o se volvía niña, o se volvía madre. Y el pelo caía lánguido a su espalda, o acariciaba su rostro, o se volvía moño para destacar el cuello, o cubría su cara, o bailaba con sus movimientos.

Y del morral surgen papeles, hojas de papel, que también se metamorfosean en las hojas de los árboles, las flores, en documentos, en niños en la escuela, en alumnos adolescentes de primero, segundo, tercero, cuarto, quinto o sexto grado, en desaparecidos mujeres, en desaparecidos hombres, en niños desaparecidos, en niños no nacidos que también desaparecen junto con su madre que los está gestando, en ideas, miles de ideas…

Y la voz de la mujer que clama, que sufre, que canta, que modula, que se expresa en lenguas que de un modo u otro la impregnan desde su naturaleza íntima o asimilada desde la cultura, el quechua, el inglés, el alemán, el guaraní, el español. A veces, la traducción acompañaba al texto que podía ser extraño al espectador; otras veces, no tenía importancia traducirlo, y la palabra incomprendida igualmente golpeaba y trasmitía milagrosamente el sentimiento.

Y la escena vuelve a las cenizas, porque esas cenizas son la evidencia de que hubo fuego, y las cenizas no son la muerte, es la memoria inmortal que nos impregna, y todos queremos llegar a ser cenizas, evidencia de que fuimos fuego. Y las manos volvieron a penetrar la ceniza, y tomaban la ceniza y de un modo u otro, como queriendo apropiarse, frotaba sus piernas con ella, y el momento culminante es el abrazo a esa mujer esencia que aún sin verla, logra abrazar.

Ya no es necesaria la túnica, ella, la actriz, la que saliendo de la platea se adentró al escenario para expresarse, para expresarnos el sufrimiento hecho carne en la mujer, pero un sufrimiento que es alegría porque esa ceniza antes fue fuego. Ella se desprende de su túnica, luego de danzar y danzar, es la expresión de su intimidad de mujer…

Detrás del improvisado biombo, retoma su ropa y deja el escenario en penumbra y en silencio. Nosotros espectadores no nos atrevemos a romper la magia solemne del silencio… pero no aguantamos demasiado y rompemos en un cerrado aplauso.

Aparece la actriz. La aplaudimos. Ella agradece con su reverencia y nos señala a la sonidista, a la directora y a los papeles que representaron tantos personajes que llegaron a ser cenizas que impregnan nuestras vidas. Y aplaudimos a rabiar.
Octubre 2011. Alejandro.